Mientras Ride trabajaban en su excelente nuevo disco, el cuarteto se dio cuenta de que llevaban más tiempo juntos en esta segunda etapa que en toda su primera encarnación. Cuando Andy Bell, Laurence “Loz” Colbert, Mark Gardener y Steve Queralt se reunieron en 2015, lo hicieron con el deseo de volver a conjurar la alquimia musical que los convirtió en una de las bandas británicas más emocionantes de finales de los 80 y principios de los 90. Sí, había un legado que celebrar, aniversarios de álbumes que conmemorar y viejos clásicos que desempolvar, pero lo que Ride quería de verdad era seguir avanzando, retomar aquello que los hizo tan estimulantes desde el principio. Fue un reencuentro marcado por la sensación de tener asuntos pendientes.
Desde entonces han publicado dos discos, Weather Diaries (2017) y This Is Not A Safe Place (2019). Ambos producidos por Erol Alkan, reavivaron la chispa del grupo, complaciendo a los seguidores de siempre y presentando a una de las bandas de guitarras más visionarias de su generación ante un nuevo público. Todo parece haber conducido a Interplay, su próximo séptimo álbum. Es el sonido de Ride uniendo todos los puntos: los ataques de guitarra frenéticos, los grooves hipnóticos y las melodías soñadoras de sus primeros trabajos, ahora integrados en un esquema sonoro más amplio, con destellos de sintetizadores, folk psicodélico, ritmos electrónicos y paisajes de pop noir. “Aprendes que esto es algo especial”, dice Gardener. “Es fácil darlo por sentado la primera vez, cuando todo va bien desde el principio.”
Volvamos un momento a esa primera época. Ride se formaron en Oxford en 1988, cuatro amigos con raíces estéticas de escuela de arte que combinaron la sensibilidad del pop guitarrero de los 60 con avalanchas de ruido y ritmos propulsivos. Fue una recalibración del indie-rock que acabaría definiéndose como shoegaze: música experimental y pop al mismo tiempo, poderosa y frágil. Precedido por tres EPs aclamados por la crítica, su álbum debut Nowhere (1990) es considerado uno de los mejores debuts de los 90. Sin embargo, en 1996, tras su cuarto álbum Tarantula, la banda había tocado fondo y las tensiones internas los llevaron a separarse.
Pero durante los años en que la banda estuvo inactiva ocurrió algo curioso: cuando Ride se reunieron en 2014, se encontraron rodeados de grupos como Tame Impala, Beach House o Animal Collective, que parecían haber inhalado fuertes dosis de sus primeras grabaciones. Ocho años después de esta segunda etapa, la banda empieza a reconocer esa influencia. Interplay está lleno de guiños a su yo más joven.
“Hay muchas referencias en la escritura a los primeros días”, dice Bell. “Y a nivel sonoro, tiene la sensación de algunas cosas de finales de los 90. Hay madurez, pero también dejan asomar las influencias tempranas.” Gardener añade: “Obviamente, hay un peso heredado porque mucha gente está enamorada de Nowhere. Pero para mí, la razón de la reunión fue que sentía que todavía teníamos una química increíble como banda. Quería volver a vivir momentos como los que tuvimos en el estudio haciendo este disco.”
“Ahora somos mucho más maduros y capaces de lidiar con las mierdas de cada uno de manera más efectiva que en los 90”, explica Queralt. “Éramos críos entonces. Nos enfadábamos, discutíamos… Eso acabó provocando la ruptura. Esta vez estamos más curtidos.”
Ese sentimiento de unidad fue esencial para llevar Interplay a la meta. Ha sido un periodo complicado para Ride. Parte de ello se debió a escribir y grabar durante la pandemia –una adversidad global– pero también hubo rupturas personales y una complicada batalla legal con un exmánager que, según Gardener, “amenazó nuestra propia existencia”.
Todo ello impregnó el disco de un espíritu de resistencia. Un álbum que combina las temáticas clásicas de Ride —evasión, sueños, insatisfacción con la vida moderna, añoranza y libertad— con una sensación de resiliencia. “Fue terapéutico en cierto modo”, dice Gardener, “y una liberación del periodo oscuro que lo precedió. Definitivamente fue una especie de triunfo sobre mucha adversidad.” “Estábamos bajo mucha presión haciendo el disco, y eso influyó en su ambiente”, añade Queralt.
Desde el inicio, la banda identificó varias joyas del pop de los 80 —desde la grandiosidad de Tears For Fears hasta las capas sofisticadas de Talk Talk o el dramatismo temprano de U2— como referencias sonoras. “Todo empezó con el mood de la demo de Loz, Last Night I Went Somewhere To Dream”, explica Bell. “Empezamos a recordar ese sonido expansivo de los 80. Era música que todos conocíamos, aunque quizá no prestáramos tanta atención cuando estaba ocurriendo.” Bell recuerda que, junto a The Cure y The Fall, los miembros de Ride también tenían discos de U2 y Tears For Fears en su colección. “Hasta hace poco, no habíamos sentido que ese sonido pudiera influir tanto en un disco de Ride. ¡Supongo que entonces pensábamos que éramos demasiado cool para eso!”
Las canciones surgieron de varias maneras. Trabajando primero en el estudio OX4 de Gardener, hubo largas sesiones de improvisación de las que fueron moldeando piezas más concisas, además de demos caseras que cada miembro aportaba. Todo ello filtrado por lo que ocurre cuando los cuatro tocan juntos en una sala, lo que da sentido al título del álbum, una idea de Colbert.
“La forma en que se juntó el disco tenía mucho de interplay, de interacción entre la banda”, dice el batería. “Funcionaba como concepto. Lo abarcaba todo: el sonido, los arreglos, nuestra manera de trabajar juntos. Además, era genial tener un título de una sola palabra. Ese era el reto: encontrar una palabra que lo resumiera todo. Y lo conseguimos.”